Abrí lo ojos en lo que creí que habían sido segundos, pero cuando me fijé a mi alrededor comprendí que ya no estaba en el Suzuki Swift de Álex, sino en la cama de un hospital. Tenía apósitos en varias partes de mi cuerpo y me dolía especialmente un punto concreto de la frente, justo en la raíz del pelo. Al principio me costó entender lo que había pasado y me asusté, me sentía desorientada; al menos hasta que unas manos cálidas aparecieron en mi campo de visión y cogieron las mías. La cara angustiada de mi madre fue lo siguiente que vi. Me tranquilicé al instante.
—Mamá —suspiré—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?
Antes incluso de que ella respondiera, yo comencé a recordar el accidente.
—Estás en el hospital —respondió—. Tuvisteis un accidente de coche, cariño.
Lo sabía, ya comenzaba a ver fragmentos confusos del suceso en mi cabeza. El frenazo, el golpe de volante que nos hizo girar sin control sobre nuestro eje, el inminente choque contra el árbol y mis ojos cerrados. Pero había algo más, la cara de mi madre me lo decía.
En ese momento entró una enfermera rubia y regordeta que me sonrió amablemente.
—Hola guapa —saludó—. Menudo susto, ¡eh!
Se refería al accidente de coche, claro.
—Sí…
Respondí, distraída, mientras ella me tomaba la tensión con el manguito. También me puso ese chisme en el dedo para medir la saturación de oxígeno. Yo esperaba paciente a que se marchase para preguntar a mi madre el porqué de esa cara de circunstancias.
—Tu novio está bien, enseguida le darán el alta —comentó la enfermera.
Vaya, no había dedicado un solo segundo a pensar en cómo estaría Álex.
—Qué bien —balbuceé.
—¡Ya está! Tensión y saturación perfectas. ¿Cómo te encuentras, cielo? ¿Te mareas o te duele la cabeza?
—No, estoy bien.
—¿Visión borrosa, náuseas o algo así? —
Insistió la enfermera. Yo negué con la cabeza.
—¿Por qué me pregunta eso? —Quise saber, suspicaz.
—Por nada, cariño —replicó, visiblemente incómoda—. Como te has dado un golpe en la cabeza…
La enfermera escapó antes de darme tiempo a preguntar más cosas, de modo que por fin pude interrogar a mi madre.
—Mamá, ¿Qué pasa?
Pude ver cómo su expresión se desplomaba, tenía los ojos llorosos y estaba pálida. De pronto el corazón comenzó a latirme muy deprisa y miles de pensamientos se agolparon en mi cabeza. Me sentí mareada de golpe, como había dicho la enfermera, y eso me asustó todavía más. Tal vez le había pasado algo a mi padre con el camión, o quizá la enfermera había mentido y Álex estaba grave, o algo peor… o… ¿Y si era yo? ¿Y si me pasaba algo a mí?
Entonces alguien apareció para resolver mis dudas. Eran dos hombres, uno mayor, con el pelo blanco repeinado, y otro mucho más joven, moreno y de aspecto tranquilo, de esos que no te paras a mirar más tiempo del necesario. Ambos llevaban bata blanca.
—Buenos días Lucía, veo que ya te has despertado —saludó el hombre mayor—. Soy el doctor Esteban Gallardo, radiólogo, y este es el doctor Jaime Soler.
El joven hizo una breve inclinación de cabeza.
Quise responder, pero mi corazón funcionaba a tal velocidad que la sangre me rugía en los oídos, y me sentí paralizada. El accidente había durado un parpadeo para mí, pero ese momento, esperar a que el maldito doctor dijera algo, se me hizo eterno.
—Verás, como te habías dado un buen golpe en la cabeza y estabas inconsciente te hicimos un TAC —dijo sin variar un ápice el tono de su voz, amable y sereno—. El caso es que vimos algo en la imagen. He consultado con los mejores neurólogos del país, hay bastante consenso en que no se trata de un tumor cerebral.
Mi corazón se detuvo entonces, como ese coche que iba delante de nosotros. Esas eran buenas noticias, al parecer. Entonces, ¿por qué no estaba aliviada?
Tras una breve pausa en la que yo me mantuve en silencio, el doctor Gallardo continuó.
—Parece que se trata de una malformación arteriovenosa —dijo.
—¿Qué… qué es eso? —Me atreví a preguntar. Sentía de pronto el silencio sepulcral de mi pecho, como si todo en mi interior se hubiese detenido. Empecé a tener frío.
El doctor Gallardo no dijo nada más y se hizo a un lado para que el joven, el doctor Soler, respondiese a mi pregunta.
—Es una condición muy rara, a efectos prácticos es casi similar a un aneurisma cerebral.
¿Un aneurisma? Sonaba a sentencia…
El joven doctor continuó explicándome que el accidente no me había causado secuelas, solo heridas superficiales que sanarían en unos días, pero que el descubrimiento de esa… malformación no sé qué, era importante.
—Generalmente las lesiones de ese tipo se operan —declaró el doctor Soler—. Pero la localización en este caso es peligrosa, se encuentra demasiado cerca de la corteza motora primaria, y operar es arriesgado, podría causar pérdida de la movilidad, del habla y otros daños severos.
Desconecté de la conversación en el momento en que mi madre tomó el relevo, y comencé a preocuparme seriamente por la ausencia de latido en mi pecho.
—¿Y entonces qué se puede hacer, doctores? — Preguntó mi madre, sollozante.
—Por el momento estudiaremos un tratamiento, pero lamentablemente es posible que no podamos hacer mucho más —tomó el relevo Gallardo, con una tranquilidad insólita—. Hay personas que viven durante años con estas lesiones en la cabeza y en otras partes del cuerpo, sin saberlo. La diferencia es que, en este caso, lo hemos descubierto.
Vaya, por lo visto debería alegrarme.
En ese momento perdí definitivamente la conexión con el mundo exterior. Podía ver a mi madre gesticulando desesperadamente mientras el viejo doctor, sin variar su expresión de calma, respondía, me miraba y volvía a hablar. El doctor Soler, por su parte, había retomado su silencio y me miraba fijamente. Ambos nos sostuvimos la mirada unos segundos, hasta que mis ojos se deslizaron a la puerta, al exterior de esa habitación que, de pronto, se había convertido en el lugar más odioso del mundo para mí.
Allí fuera la vida seguía, sanitarios y enfermos pasaban, los visitantes llegaban y se iban. Nada se detenía por mí, salvo yo misma.
En un momento dado, el doctor Gallardo y mi madre terminaron la conversación, y ambos médicos se marcharon.
Mamá comenzó a acariciarme el pelo, como hacía cuando era pequeña, y lloró. Ella lloraba, pero yo era incapaz de hacer nada. Me sentía como en una burbuja, ajena a todo lo que me rodeaba, escondida dentro del silencioso y vacío interior de mi cabeza. Estaba en shock.
Poco a poco mi madre se calmó, dejó de llorar y comenzó a hacer llamadas telefónicas al tiempo que me miraba con preocupación y me pedía que hablase, que dijese algo, aunque yo, simplemente, no podía.
No supe por qué, pero permanecí las siguientes veinticuatro horas en silencio, sin moverme de la cama, simplemente mirando al techo de la habitación y haciéndome a la idea de que mi cuerpo, de que yo misma, me había convertido en una bomba de relojería de la que no podía escapar.