“No hagas esfuerzos, no te estreses”, me había advertido el eminente doctor Gallardo antes de darme el alta. Como si eso fuese fácil. “Nada de emociones fuertes, ni de montar en avión o en tren de alta velocidad, nada de submarinismo o ejercicio intenso y desde luego nada de drogas.”
Aquello me hizo gracia. Nunca he probado las drogas, nada más fuerte que una calada a un cigarro de marihuana en una fiesta del instituto, pero si había algún momento de mi vida en que podría encontrar consuelo en los efectos de las drogas, era ese sin duda.
Salí por la puerta del hospital ese día, acompañada de mis padres, sintiendo que todo había cambiado. Yo había cambiado.
La luz del sol de mediodía me cegó nada más atravesar la puerta, y pensé que nunca me había parado a apreciar la sensación de los rayos acariciando mi piel, o la claridad de los días despejados… No quise pensar en cuántos días más como aquel podían quedarme, pues si me dejaba ir por ese camino, podía correr el riesgo de hundirme en un lugar profundo, tanto que esos rayos no podrían alcanzarme.
La noche anterior, la quinta que pasaba en el hospital sin apenas dormir, me descubrí a mí misma hablándome, negociando conmigo misma. Llegué a un acuerdo.
Me convencí de que la antigua Lucía había muerto en aquel accidente de coche, y ahora era una nueva persona, alguien que no dejaba pasar la vida sin vivir cada segundo. Alguien consciente de que el tiempo puede acabarse en cualquier momento, pero que no deja que ese conocimiento la supere. Sorprendentemente, tras alcanzar esa epifanía, me dormí.
Desde esa noche mi único deseo fue no arrepentirme de nada, nunca más.
Mi padre condujo en silencio de vuelta a casa. A su casa. Mi madre había pasado a recoger la mayor parte de mis cosas del piso que compartía con Álex hasta hacía una semana, de modo que, cuando llegué a la habitación donde crecí, ahí estaba todo.
A veces no nos damos cuenta del efecto que los lugares tienen sobre las personas. De hecho, la antigua Lucía no solía darse cuenta de nada que no estuviese al alcance de los sentidos, pero esta nueva persona en la que me había convertido sintió lo que ese cuarto encerraba. Casi pude ver a la niña pequeña, feliz y despreocupada, que una vez había dormido en esa cama de noventa; y de pronto sentí un soplo de paz. Si había un lugar en el mundo que podía hacerme sentir mejor no podía ser otro.
Me volví hacia mis padres, que se habían quedado parados en la entrada, mirándome como quien mira un espectáculo indescriptible. Los ojos de mamá estaban ya hinchados de tanto llorar mientras que los de papá se guardaban mil emociones, como debe ser. Los camioneros de sesenta años, no lloran, ni aunque su única hija haya sido sentenciada.
—¿Me dejáis un rato sola?
Ambos se apresuraron a acatar mi petición y, de pronto, me encontré por fin libre de miradas o posibles interrupciones. Me acerqué a la puerta y corrí el cerrojo que había instalado allí durante mi adolescencia. Sabía que no era buena idea encerrarme, podría ser peligroso, pero no me importó. Solo sería un minuto y, ¿qué era un minuto?
La antigua Lucía hubiera despreciado las posibilidades de un minuto, pero la nueva sabía que, en cuestión de sesenta segundos, o incluso menos, toda una vida puede quedar patas arriba.
Me senté sobre la cama cubierta con un edredón de flores rosas y paseé la mirada por la habitación. En una esquina, el escritorio lleno de libros que usé en mi época de estudiante, una época corta pues nunca quise aprender más de la cuenta. En el rincón opuesto, una estantería con algunas novelas románticas, unas pocas revistas de adolescentes, peluches, un joyero, la caja de música de la abuela… Recuerdos de Lucía, aunque ella no los valoraba como yo.
Por último, el armario; en la puerta permanecía el póster de aquel actor que me gustaba con diecisiete años, y dentro veía pasar el tiempo la ropa que usaba entonces. ¿Me seguirá valiendo?
No quise probármela, sabía que ya no tenía la figura de hace diez años, la de aquella jovencita con la cabeza llena de pájaros. La vida con Álex me trajo muchas cosas, entre ellas unos cuantos kilos de más.
Sacudí la cabeza. Ya había decidido no dedicarle a Álex ni uno más de mis pensamientos; tres años de relación eran más que suficientes para alguien como él.
Tras haber repasado por fin todos los recovecos de mi cuarto, noté que la sensación que había tenido al entrar no se había ido. Ahí seguida bien anclada en mi interior, esa calma reconfortante, una ilusión de que en ese lugar nada malo podía pasarme.
Yo me había propuesto dar rienda suelta a la vida, dejar que la nueva Lucía tomase el control, pero los cambios que no se imponen, cuestan.
La antigua Lucía tenía miedo de vivir, aún consciente de que tal vez no le quedase tiempo que perder. La antigua Lucía prefería quedarse en ese lugar que tan bien nos hacía sentir, quedarse en ese santuario.
La antigua Lucía se tumbó entonces conmigo sobre el edredón de flores y dejó que pensara que todo había sido solo una pesadilla. Ambas no acostamos en la cama de nuestra infancia y cerramos los ojos, solo un minuto.
El minuto se convirtió en nueve días.