—Ya empezaba a preocuparme, no me entiendas mal… Es normal que estés un poco antisocial después de tener un accidente de coche y que tu novio te deje, pero ya han pasado tres semanas. Te echaba de menos.
Mi amiga Nata, mi mejor amiga desde siempre, hablaba sin cesar mientras tomaba uno de sus cócteles favoritos, sorbiendo a través de una pajita. Al principio se había sorprendido de que yo no pidiera algo con alcohol, los mojitos siempre habían sido mis favoritos, pero no dijo nada.
Habíamos quedado por fin, tras haberle ignorado deliberadamente durante los últimos días, los que había pasado disfrutando de la soledad de mi habitación. Pero la etapa de compadecerme de mí misma había pasado, la Nueva Lucía había tomado al fin el control, y se esforzaba por aplastar a la pesimista y agorera antigua versión de mí.
Aun así, mi actual yo se encontraba en período de adaptación, todavía tenía que esforzarse por no pensar cada minuto de cada día que podía ser el último. Esos pensamientos sombríos surgían de pronto, como un fogonazo, y tenía que controlarlos para que no se apoderasen de mí.
—Yo también te echaba de menos, Nata — mentí.
No es que no fuese verdad, en cierta manera. De hecho, en ese momento no había cosa que añorase más que la forma en que la Antigua Lucía disfrutaba de la compañía de su mejor amiga. Natalia era una chica alegre por defecto, siempre tenía una sonrisa en la boca y muchas tonterías que decir. Siempre me hacía reír, antes…
—¿Qué tal ahora que has vuelto a casa de tus padres? —Quiso saber ella, torciendo el gesto.
—No estoy tan mal —contesté—. Ahora aprecio muchas de las cosas que antes ni siquiera veía, ¿sabes?
—Mmm, lo que tú digas, pero yo no volvería con mi madre ni borracha.
Ella rio, dando un nuevo sorbo a su bebida. Yo di también un trago a mi refresco sin gas, pero no reí.
—Dime, ¿has sabido algo más de Álex después de…?
—No —me había prometido no pensar más en mi ex, pero veía que no iba a ser tarea fácil—. No quiero saber nada más de él, se portó como un capullo, pero en realidad eso no es importante. Lo importante es que me he dado cuenta de que estaba perdiendo el tiempo con él, ahora lo que quiero es recuperar mi vida.
Mi amiga me miró con los ojos azules entornados, como analizando si estaba siendo sincera o no. La verdad es que, probablemente, nunca antes había sido tan sincera con ella como en ese momento.
Finalmente, Nata asintió.
—A David va a darle pena que hayáis roto, ya sabes lo bien que se llevaba con Álex —musitó. Sabía que no era su intención hacerme sentir mal, pero lo hizo, y la Nueva Lucía sintió un acceso de rabia.
David era el novio de Nata, llevaban ya más de seis años juntos y estaban a punto de casarse. El 5 de noviembre era la fecha señalada. Quedaban poco más de dos meses, y de pronto, mientras pensaba en ello, el fantasma de la Antigua Lucía reapareció.
“¿Y si no llegas a la boda?” Nos preguntó a ambas.
—¿Qué te pasa, Luci? —Me preguntó mi amiga.
—Nada, nada —repliqué con rapidez. Me levanté de la mesa del bar donde nos encontrábamos y me dispuse a marcharme—. Perdóname, tengo que irme, no me encuentro bien.
Nata se levantó también, visiblemente preocupada.
—¿Te llevo a casa?
—No, no hace falta. Está cerca.
No le di tiempo a seguir insistiendo, me di la vuelta y me alejé lo más rápido que pude sin parecer una mal educada. Sin embargo, en cuanto estuve lo bastante lejos, eché a correr. Por alguna razón sentía la necesidad de moverme muy deprisa, como si estuviera huyendo otra vez.
Sentía que, si me quedaba quieta, ese pensamiento horrible me alcanzaría y haría su nido en mi interior, para quedarse.
Sin darme cuenta de por dónde iba, continué avanzando hasta que, al levantar la mirada, me encontré frente a las puertas del hospital. No tenía ni idea de por qué mis pies me habían llevado inconscientemente hasta ahí, pero sí supe, de pronto, lo que necesitaba para calmarme. Necesitaba hablar con la única persona en el mundo a la que había mostrado mi miedo. Necesitaba ver al doctor Soler.
La Antigua y la Nueva Lucía se pusieron de acuerdo en lo mucho que les desagradaba entrar en ese lugar, así que tuve que pelear contra ellas por el control de mis propias piernas.
El vestíbulo del hospital era blanco, iluminado por fluorescentes. Para mí era la antesala de todo lo malo, pero también el lugar donde encontrarle a él.
Me acerqué al mostrador de información, haciendo un esfuerzo de lucha contra mis yoes, esos que se creían que podían dominarme, y que a veces lo conseguían.
—Disculpe, ¿podría decirme si el doctor Jaime Soler, de radiología, se encuentra aquí?
—¿Es usted familia? —Me preguntó la mujer, de mediada edad y expresión aburrida.
—Sí, eh… soy su hermana.
La mujer asintió y llamó por teléfono.
¡Vaya! Últimamente se me estaba dando de perlas mentir.
Apenas unos minutos más tarde, el doctor apareció por unas puertas azules abatibles. Vestía uno de esos pijamas verdosos y parecía confuso. Su ceño se alisó en cuanto me vio, sentada en una de esas sillas de plástico distribuidas por todo el perímetro de la sala.
—Ya decía yo… —declaró él, aliviado—. Mi hermana tiene diecisiete años y va en silla de ruedas, se me hacía raro que viniese sola a verme a las nueve de la noche de un viernes.
—Perdóname, no sabía si te llamarían si decía la verdad.
—¿Te encuentras bien? —quiso saber.
Y automáticamente, como si de pronto algo dentro de mí se rompiese, comencé a llorar. Las lágrimas caían una tras otra sin que yo pudiera hacer nada para contenerlas. No sollozaba, no tuve uno de esos llantos ruidosos que al final te dan hipo, pero era imparable.
El doctor Soler me llevó con él hasta la zona de cafetería del hospital, compró para mí una botella de agua y para él un café, y esperó pacientemente a que dejase de llorar.
—Lo siento —conseguí decir casi diez minutos después—. Ya paro.
—Está bien llorar, es un consuelo y un desahogo —contestó.
—Supongo que tendrás mucho trabajo, y yo aquí molestándote.
—No me molestas, puedo dedicarte un rato, eres una paciente.
Asentí sin saber muy bien qué decir a continuación. La Nueva Lucía quería irse, ignorar ese ataque de debilidad y volver a mi vida, a pelear día a día por olvidar el miedo y la angustia. La Antigua Lucía, por su parte, quería continuar llorando, suplicar al doctor su ayuda, o si no, volver a casa y acurrucarse de nuevo en la cama.
Tenía claro que no iba a hacer ninguna de esas dos cosas, pero aún no había encontrado la alternativa.
—Supongo que debes de estar muy abrumada, Lucía, volver a tu vida de siempre es difícil después de lo que te ha pasado —señaló Soler, comprensivo—. Dime, ¿qué has estado haciendo estos días?
Me avergoncé, pero le dije la verdad.
—He estado en casa de mis padres, viendo pasar el tiempo y llorando como una tonta.
—Bueno, eso es algo bueno.
—¿Lo es? —pregunté, confusa.
—Negación, ira, negociación, depresión… y aceptación. Son las fases del duelo —indicó Soler—. Recuerdo que al principio te pasaste dos días sin hablar, negabas lo que te estaba sucediendo. Luego, te enfadaste porque no querías terapia, incluso mostraste un humor bastante oscuro, eso es ira. Por último, supongo que encontraste un equilibrio entre lo que sentías y la realidad que vives, negociaste contigo misma para superarlo. Ahora estás triste, eso es la fase de depresión. Así que no te preocupes, vas por buen camino.
Repasé un instante cada una de sus palabras y comprendí que tenía razón. Lo que me pasaba era normal.
—Entonces, solo tengo que aceptarlo. Pero es muy difícil, doctor.
—Llámame Jaime —pidió—. Y claro que es difícil, pero no imposible.
—A mí me parece imposible aceptar algo así — contradije—. ¿Cómo puedo hacerlo?
Jaime se quedó pensativo, dio un par de vueltas con la cuchara al café de su taza y finalmente lo bebió de un sorbo.
—Cada persona tiene su manera de aceptar las cosas —dijo—. Algunos buscan un sueño que cumplir, otros encuentran consuelo en la religión, en la familia… hay quien se propone objetivos, para sí mismo, para el mundo o para los demás. Busca algo que sea tuyo, que te haga feliz, y dedícale todo lo que tienes, para así no dedicárselo al miedo o a la pena.
Me dio la sensación de que él sabía muy bien de lo que hablaba.
—¿Cómo lo superaste tú?
Jaime Soler me miró a los ojos, y entonces me di cuenta de que no me había fijado nunca en él, más allá de su bata de médico.
Esos ojos castaños, que me habían parecido tan poco llamativos a primera vista, me sorprendieron con un millón de tonos diferentes, entre el dorado y el negro, y al menos el mismo número de historias grabadas en sus pupilas. Su cara, que recordaba corriente, sin rasgos destacables, ahora me parecía distinta. Descubrí esa pequeña cicatriz en el pómulo, también el hoyuelo de su barbilla, y la forma de su nariz, ligeramente aguileña.
—Me hice médico —respondió él, solamente.
Comprendí entonces que el doctor Jaime Soler no tenía nada de vulgar.