Hay una cosa que se llama estrategias de afrontamiento, lo leí en Wikipedia una tarde, mientras reflexionaba sobre las razones por las que me estaba resultando tan difícil pensar en volver a trabajar, o en quedar con mis amigas, que no dejaban de enviarme mensajes, o en salir simplemente a dar un paseo.
La única explicación que encontré fue la típica. Ante un peligro los animales reaccionan de tres formas diferentes: Escondiéndose, huyendo o luchando. Mi antiguo yo, la Lucía que había tomado el mando de nuestra vida casi a traición, se estaba escondiendo, como una cucaracha.
Yo nunca había sido una persona valiente, pero sí me consideraba una mujer resuelta y activa. No es que fuera especialmente fuerte, pero tenía la confianza de poder superar problemas emocionales, como la ruptura con Álex, o incluso otros más mundanos, como extraviarse en una ciudad desconocida o encontrar la forma de realizar con éxito un complicado trámite burocrático.
Ahora entendía, no obstante, que aquellos obstáculos eran algo vulgar, algo que a todo el mundo le pasa alguna vez en la vida.
La Antigua Lucía era una mujer mediocre que hacía frente a sus problemas de manera mediocre. Pero la Nueva Lucía no estaba demostrando ser mejor… no había sido capaz de arrebatar el control de mi parte cobarde, no había sabido imponerse, a pesar de nuestro pacto.
Y como resultado, ahí estaba yo, escondida en mi habitación de la infancia, como una cría… ¡Qué patética!
Me autocompadecía minuto tras minuto, cada segundo que pasaba en aquella habitación bajo la colcha de flores y leyendo las novelas románticas que tanto me gustaban de adolescente era un minuto perdido.
La mañana del noveno día encerrada, como si me hubiese autoimpuesto algún tipo de prisión domiciliaria, desperté con un fuerte dolor de barriga. Al principio me asusté, hasta el más mínimo dolor o incomodidad era susceptible de ponerme frenética a esas alturas, pero me tranquilicé cuando, al ir al cuarto de baño, descubrí que se debía a algo de lo más normal.
Hasta mi cuerpo había decidido que las cosas debían seguir, ni siquiera mi ciclo menstrual había respetado mi duelo, y me di cuenta de que iba a necesitar algunas cosas para los siguientes días.
Haciendo de tripas corazón me puse un chándal y salí de mi habitación en dirección al salón. Era muy temprano pero mi madre ya estaba despierta. Le estaba haciendo a mi padre un bocadillo para comer en su descanso de la ruta, mientras él desayunaba su habitual café con magdalenas.
Recorrí el lóbrego pasillo, arrastrando mis pies descalzos, pero, antes de llegar a la cocina, escuché a mi madre hablar.
—Ramón, creo que deberíamos hablar con el médico —dijo—. Lleva ahí metida más de una semana.
—Está haciéndose a la idea, Carmen. Yo haría lo mismo…
—Es que sois tal para cual, padre e hija — replicó mi madre con acidez—. Pero eso no significa que sea bueno para ella. Tiene que vivir, no dejar pasar el tiempo así. Creo que igual, si le recetan antidepresivos o algo así, se siente más animada.
—No sé, Carmen. No sé si es buena idea medicarla —opinó mi padre.
—Pues yo creo que sí. Llamaré luego al doctor Gallardo —contradijo mi madre, como siempre, saliéndose con la suya.
Admiraba, a la vez que me sacaba de quicio, esa habilidad suya de hacerte pensar que algo había sido consensuado, aun sabiendo que no iba a hacer ni caso de tu opinión, que ya tenía una idea fija en la cabeza y no iba a cambiarla. Supongo que es un poder de madre que solo se adquiere al tener hijos.
Por un segundo me pregunté si yo tendría algún día esa capacidad, pero al minuto siguiente me di cuenta de que era más que probable que yo nunca llegase a tener hijos. No solo porque tenía veintinueve años y mi relación más firme en toda mi vida se acababa de ir al garete, sino porque pensé que, traer al mundo a un bebé que pudiera quedarse sin madre demasiado pronto, sería irresponsable.
La antigua Lucía, esa que había hecho su cortijo en mi pecho, dominando con sus emociones negativas todo mi ser durante nueve días, se deprimió todavía más. Ella siempre había imaginado nuestro futuro con hijos, casada, con un coqueto piso en uno de los barrios nuevos de la ciudad y con hipoteca a treinta años.
Sin embargo, la nueva Lucía, que a pesar de todo se mantenía viva, hecha un ovillo en algún punto de mi anatomía, abrió un ojo y dijo algo que tuvo mayor impacto en mí del que esperaba.
“¿Y por qué no? Nadie sabe cuánto va a vivir, si cincuenta o cinco años más; y si todo el mundo pensase como tú, la raza humana se extinguiría, tonta. No estás muerta, y si miras en tus bragas verás que, técnicamente, puedes tener hijos algún día. Lo que está claro es que no encontrarás nada de lo que deseas en tu habitación, leyendo novelas.”
Tenía razón, claro, aunque fuese una vocecita en el fondo de mi cabeza.
Sin embargo, lo que finalmente me empujó a tomar la siguiente decisión fue el rechazo tajante a la idea de medicarme, así que, de esa sutil manera, cambié mi estrategia de afrontamiento de esconderme, a huir.
Hice acopio de valor y entré a la cocina, donde mi padre terminaba su desayuno.
—Buenos días —saludé. Mis dos progenitores me miraron con sorpresa.
—Buenos días, cariño —dijo mi madre—.
¿Cómo te encuentras?
—Bien, pero me ha venido la regla. Ahora iré a comprar tampones —respondí.
Mi padre se atragantó un poco con el café. Las cosas de chicas nunca habían sido su fuerte, y no es que fuese un padre distante, pero a su edad, y habiéndose criado con dos hermanos varones, no podían pedirse peras al olmo.
—¿Necesitas dinero? —Preguntó mi madre, ignorando los carraspeos de su marido.
—No hace falta. Vuelvo enseguida.
—Ten cuidado, hija —dijo mi padre, como si se sintiera en la obligación de aportar algo a la breve conversación—. Nos vemos por la noche.
Asentí y salí de casa.
Hacía un día estupendo, el verano permanecía en todo su apogeo, pero no hacía demasiado calor a pesar de estar en mitad de julio. El sol estaba ya alto en el cielo y sentí que me irritaba un poco los ojos. Era normal, llevaba más de una semana metida en casa, con las persianas bajadas, como un oso en hibernación. Saqué las gafas de sol del bolso y me las puse, dirigiendo mi rumbo al supermercado de la esquina.
Aquel era el barrio donde me había criado, un lugar amplio, limpio y lleno de familias. Mi yo del pasado, la antigua Lucía, se sentía nostálgica y no paraba de mirar a todas partes, recordando los rincones donde solía jugar de niña.
“Ahí nos caímos con la bicicleta y nos hicimos esa herida enorme con una costra que tardó semanas en curarse” rememoró, y las dos lanzamos una mirada a la cicatriz que conservábamos de aquel episodio.
“Ah, y en ese portal nos dimos nuestro primer beso con aquel chico de intercambio” Recordamos ambas aquel gran momento de nuestra adolescencia. Con esos pensamientos en la cabeza, llegamos a nuestro destino.
Todo estaba como siempre, las vecinas de cháchara en los pasillos del establecimiento, el verdulero regalando perejil a una clienta… Una chica estaba en ese momento reponiendo productos en los estantes de higiene femenina de modo que esperé mientras inspeccionaba las opciones. En una esquina del expositor había un gran cartel con la fotografía de la Estatua de la Libertad y unas letras coloridas que anunciaban un sorteo. Con la compra de productos de esa marca, podía ganar un viaje a Nueva York y, daba la casualidad que visitar esa ciudad siempre había sido uno de mis sueños.
En ese momento la Nueva Lucía dio un salto en mi interior y se hizo notar, gritando que podía comprar esa marca y participar. Si no ganaba, todo seguiría igual, pero si lo hacía, podía cumplir uno de mis sueños antes de...
Fue un impulso que, para variar, obedecí.
Cogí uno de los productos que entraban en la promoción y me dirigí a la caja donde rellené un formulario con los datos básicos. La dependienta me deseó suerte y yo le regalé una sonrisa. Luego salí de nuevo a la calle y el sol volvió a deslumbrarme, sin embargo esta vez no me puse las gafas.
Caminé de regreso a casa mientras soñaba con aquel viaje, como si fuese algún tipo de elixir sanador. Sentía que, de pronto, ya no esperaba solo al terrible momento en que esa maldita vena de mi cabeza decidiese estallar. Ahora tenía algo más en el horizonte de mi futuro incierto, algo bueno, aunque fuese casi imposible…
Los rayos del sol me calentaban la piel y me obligaban a entornar los ojos, porque estaba viva. Incluso la tristeza y la furia por mi situación me daban una prueba de que seguía viva.
“Sí, sigues viva, cabeza de chorlito, así que deja de esconderte y de huir” me gritó esa nueva versión de mí misma que parecía renacer con más fuerza a cada paso que daba.
Ella tenía razón. Tenía que luchar.